MAHFUZ NO HA VINGUT, L’ENLLUSTRADOR HA MARXAT I NUAGE NO HA ARRIBAT ENCARA
Cafè Fishawi |
Enceto aquesta mena de secció destinada a compartir fotos que he anat fent
al llarg dels meus viatges i les anotacions que han nascut amb elles. Algunes,
com us deia ahir, són notes fetes al moment, escrits generats in situ. Altres
són les paraules posteriors, les procedents dels records quan em mirava, ja a
casa i havent retornat, les fotos.
Inicio aquest espai amb un text molt extens que té format de conte breu.
Està escrit a El Cairo, l’any 2009, i l’acompanya de quatre imatges que es van
dibuixant i anunciant en el propi text (com sempre, es poden ampliar). Aquest text, escrit originalment en
castellà, el vaig traduir al seu moment el català i forma part del meu llibre “Cafè
Nuage”. Avui us poso la versió bona. Espero que us agradi.
CAFÈ FISHAWI
Estamos en el mes de noviembre de
2009. Me encuentro sentado en una pequeña plazoleta con porches, llena de
columnas asimétricas y con las paredes desconchadas que dibujan caras de dolor al
extranjero que las invade con su mirada. A
mitad de la glorieta rompe la pared una puerta rebelde frecuentemente golpeada
y arañada por mil y un objetos. Y
en este espacio oscuro y lúgubre se esconde un pequeño negocio de venta de tés
y agua sin envasar que sólo consumen los nativos de la zona, con el estómago
acostumbrado a la insalubridad del insultante líquido lleno de bacterias, y los
pocos turistas
que aún desconocen los efectos diarreicos que sufrirán.
Con el agua hervida, el té que me
sirven en una bandeja, engalanada con una tetera deprimente y vasos
descascarillados, reconforta. Delante de mí veo a una
pareja muy joven. Él
no tiene más de veinte años y es militar, de esos que vigilan las zonas
turísticas y que destacan por su desidia vistiendo, de los que van y vienen con
el uniforme lleno de manchas, sin cinturón y la camisa por fuera. Ella,
a la que le he otorgado el papel de su novia, lleva puesto un burka negro
impoluto y acabado de planchar. Sólo regala al
mundo una mirada encantadora de ojos azules. Pero
de repente se produce el milagro de Alá cuando decide saborear el té. Levanta
tímidamente la parte de arriba de esta cárcel de ropa y deja ver su rostro
lleno de belleza, una hermosura virginal que nadie más que él, su novio, ve de
cerca y disfruta cuando están solos.
Ella ve que la miro. Y yo veo que me observa. Trato
de apartar la mirada de sus ojos que me cautivan y centro ahora mi atención en
una mesa, rota y sucia, que acoge una partida de dominó entre cuatro ancianos,
sin dientes y con ropas rasgadas, que inhalan el humo de la shisha mientras piensan la ficha
a jugar. La
calma que transmiten con los gestos, la amabilidad de su sonrisa cuando
descubren que les espío, no me ha permitido darme cuenta de la marcha de la
inocente pareja. El
joven soldado desaliñado y el encanto religiosamente oculto bajo el burka ya no
están.
Me sirvo el té aún caliente y que
desprende el aroma de las hojas frescas de menta que transitan por las paredes
de la tetera y en el poso de los vasos. Se acaba la partida de
dominó sin vencedores. Los
ancianos, cojos y lisiados como es tradición en El Cairo, desaparecen por el
callejón del fondo mientras yo pago el té. Una
libra egipcia, doce céntimos de euro al cambio, por un espectáculo lúdico y
erótico sin precedentes.
Decido seguir mi camino hacia el
Bazar de Khan El-Khalili. Retorno a
este espacio tras mi primer contacto de ayer. Necesito
esconderme de nuevo entre esa multitud que serpentea por sus callejones, llenos
de pequeños comercios donde todo se negocia y regatea, sin origen ni destino
seguro en esta ciudad donde un renace cada día para reinventarse de nuevo. En Khan El-Khalili no necesitas
guía ni planos. Si
te pierdes, sólo tienes que seguir caminando en una única dirección hasta
abandonar la bullanga humana y ser escupido al silencio de calles secundarias,
mucho más peligrosas y extrañas.
Te d'herbes a la terrassa del Cafe Fishawi. |
Tras rondar y preguntar un par de
precios, de un viejo reloj de bolsillo y un narguile, se presenta ante mis ojos
el objetivo del día, el Café Fishawi. Este
local, tenebroso y lleno de espejos por todas partes, ha estado abierto de
forma continua, día y noche, los últimos 200 años.
Aquí
tomaba el té cada mañana el escritor Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura
en 1988, y era aqí también, en alguna de las mesas empotradas en la calle, tal
vez en la que me he sentado yo, donde escribía sus obras. Mahfuz
me cautivó siempre por sus narraciones tan perfectas de estos espacios que
dibujaba después de haberlos vivido como el callejón Midaq, junto al Café, que
dio lugar a su novela "El callejón de los milagros".
Youssef, l'enllustrador mut. |
En ese instante, cierro los ojos
y los vuelvo abrir a la espera, como uno de los milagros, que haya retrocedido
el tiempo. Y me
imagino tomando el té en compañía del viejo Naguib en silencio. Él escribiendo y yo observando. Pero a mi lado no existe el
maestro. Se
ha sentado un limpiabotas, sonriente y mudo, que se ha ofrecido a hacer su
trabajo en mis zapatos llenos de polvo del camino hecho.
Mientras trata con delicadeza mis
pies, como si no llevara zapatos puestos, y pule el cuero y lava las suelas,
recorro con mis ojos su rostro labrado por los años y las manos llenas de
callos disimuladas por el color oscuro de la piel. Aprovecho
su silencio para abandonarme y alzo la cabeza buscando algo que distraiga mi
atención. Y
topo con un espejo gigante que ornamenta, colgado en la fachada, la puerta
principal del Café Fishawi. La
oscuridad interior del local contrasta con el efecto que el sol provoca sobre
el espejo, ovalado y rodeado de madera trabajada, otorgándole misticismo y un
carácter intrigante. La luz que desprende
rebota ahora en mis ojos. El
espejo permite divisar a quien habla cerca de él y al que sube por el callejón
que desemboca de lleno en el Café.
El mirall del Café Fishawi. |
Imagino sus rubios cabellos entre
mis manos y sus ojos verdes mirándome y penetrando en mi, buscando un espacio
donde descansar, sin prisas ni preguntas. Noto
ya su tacto, el mano a mano, el abrazo que nos vamos a dar, cuerpo a cuerpo,
que nos dará de nuevo la paz tantos años desvanecida y tantos días deseada. Se
me insinúa el aroma de aquel perfume que nunca me ha abandonado y he olido por
todos los rincones de todas las calles de todas las ciudades donde he estado
sin ella.
Me pongo la mano en el bolsillo,
saco una moneda de dos libras, el doble del precio pactado con el limpiabotas,
y se la doy mientras me levanto y comienzo a caminar, tembloroso e impaciente
hacia el callejón. Tengo
que acortar el recorrido y acercar el momento del reencuentro. Miro de nuevo al espejo
para saberla más cerca. Y no la veo. Repaso el
paisaje otra vez pero no aparece.
Acelero el paso y llego a la
esquina del callejón. Está
lleno de gente, el mismo tumulto, idénticos sonidos y ruidos, aromas de
especias y de comida. Pero, ¿y Nuage? ¿Cómo
es posible que no la vea, que haya desaparecido en décimas de segundo y se haya
desdibujado del paisaje sin más? No entiendo nada y me
consumo por dentro y por fuera. Empiezo
a girar en todas direcciones con rapidez, la cabeza otea a un lado y hacia el
otro, de la puerta del Café a la mesa donde estaba sentado, del espejo al
callejón, del fondo del pasillo al final, al otro lado.
No tiene explicación razonable. La gente no se desvanece por
arte de magia. Ha
sido un espejismo en la tierra de los desiertos, una ilusión óptica que me ha
llenado de vida y felicidad por un instante, ahora que estoy de viaje y pido
realidades para sobrevivir a los duros momentos que atravieso. Las necesito.
Regreso a la mesa y pido otro té.
Lloro,
lleno de dolor, mientras veo a la gente como pasa y ojeo el espejo que siempre
está lleno de hombres hablando. Mahfuz
no ha venido, el limpiabotas se ha marchado y Nuage no ha llegado aún.
Seguiré esperando aquí, en el
Café que nunca cierra, hasta que venga ella.
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